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Managua, Rivas, Ometepe.
Marzo del 2005.
Si me dijeras – quédate un rato – es posible que llegue la eternidad y aún me encuentres allí. Pero si me decís – quiero adorarte y compartir mi lecho, dejáme cuidarte – nacen cadenas confundidas con enredaderas de ramos floridos.
Crónica de las virtudes, territorio inseguro de la geografía humana, recorrido por las veredas de la violación, leyes inhóspitas y favorecedoras del poder.
La carnicería exhibe restos disponibles, venta de cadáveres políticos; los deshechos están ocultos, borrados, como aquellos que deambulan pidiendo sudorosos en las esquinas por las noches sin que aún sepan ellos adonde colgar luego su despojo de pieles secas.
Alguna joven, un niño?! , en una mirada recupera el horizonte oculto por la bruma del mediodía y aparece el lago limpio, eterno, volcánico y sin tiempo.
Nicaragua: Convivencia de fuego y agua. Esperma magmático derramado mil veces mil en un vientre lacustre.
Cópula cósmica que dio engendro a dioses y hombres en bautizo común.
Es mi tierra, lo afirmo. Dicho así, con acento inconcluso, sin la certeza de haberme bautizado nunca en sus aguas, desposeído de colores y escudo. Espíritu, solo espíritu. Sin derecho a compra ni ganas de venta, apenas visitante, fantasma que no deja huella en las vitrinas de sus tiendas de éxito, desdibujado por el sol que arde sobre las cabezas.
El blanco de los monumentos me ciega. El fuego está oculto en monumentos incómodos y en los libros de los poetas. Profética memoria.
La música viva hace lo suyo. Herencia vital que sostiene el conjuro del clan de Los Mejia. Haces de luz y grito amargo. Paradoja única de esperanza en esta tierra de destierro de almas. Paradigma acentuado en la contradicción. Fuerza dulce clavada en un cuerpo que sangra sin cesar atravesado por otras flechas dolorosas.
Desde las sillas acojinadas del legislativo hay ausencia de señales. Allí, chillidos destemplados se escuchan en eco por todos los rincones cuando los diputados giran y giran en sus sillas para disparar diatribas inútiles. Lanzan dardos, más dardos envenenados, para hacer desaparecer con minúsculas heridas el mapa de sus posesiones, arrebatadas.
Busco refugio en esquinas de paz para el esbozo. En mi escritura no hay líneas que dibujen marcos para el tiempo. Mientras el sol tiñe la tarde, lo cotidiano ha apuñalado otra conciencia, tal vez.
Crónica de inciertos en la coreografía de las virtudes acosadas. Los transeúntes aparecen detenidos, ahora.
Los caminos se abrieron: sobre la tierra, los bosques y las aguas.
En la noche – oscuro misterio – las estrellas reflejaron a los hombres, en susurros, los secretos de sus recorridos y les dieron las historias para navegar.
Primero surgieron los trazos, coordenadas a la suerte: líneas – curvas, recovecos inesperados creados por los pies en masa que oradaron el barro, el polvo, lo silvestre, dibujando exactas sus imaginaciones. Acahualinca es tan solo el accidente que dejó grabada la epopeya.
Fue el inicio de los tiempos, cuando las bestias míticas volaron y en caída libre se acercaron a la tierra. Rasgaron con sus garras el agua quieta de las bahías y empezaron a alimentarse de la inocencia de las gentes.
(En tanto que aquellas se apoderan de la geografía, en las piedras aún candentes se sella el vínculo entre seres y dioses con lenguajes sagrados).
Dejo libre mi velamen para que los vientos hagan de las suyas. Frágil barca es la mía con la que visito tiempos inexistentes del pasado o del futuro.
Quedo anclado, a veces, en alguno de los puertos.
En tierra firme, busco señas ocultas debajo de la hojarasca, arqueología extemporánea, rastro inodoro, fósiles en extinción.
Husmeo agitaciones, quizás las que quedaron atrapadas, en palpitaciones milimétricas, en las raíces de los árboles caídos del bosque seco.
Los árboles extienden sus ramas hacia el agua, como queriendo sostener el lago, en presunción de abandono prematuro. Por eso caen. Yerta soledad, ayuno de flores sobre la arena oscura.
Subo a tu selva invadida y marcada en laberintos. Me reencuentro con las piedras. Allí están las señales, las historias que quedaron escritas. En las alturas, las nubes hacen filtro a retumbos premonitorios.
Lago, espejo. Miro en tus reflejos el éxodo. Hombres y mujeres, que dejaron a sus madres y padres. Se fueron, cruzando el vientre acuoso.
Cuento, reflejo. Miro a tus hijos regresar. Los abuelos ya no están. No los encontraron más. Se castigan sus lenguas atravesando espinas. Sus voces confundidas. Los mensajes grabados en las piedras parecen sin sentido.
Por eso sembraron maíz en ceremonias. Cantos del aire, cantos del fuego en invocación inútil. Se quedaron esperando el nacimiento prometido en sus leyendas. Aún esperan.
Desde el fondo de la tierra surgen latidos, intermitencia eterna en la expansión y la contracción de la materia. Cantos a los astros, ofrendas y fragancias resinosas dirigidas a las cuatro direcciones.
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Joaquin Rodriguez Badilla
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