by Cristino Alberto Gómez Luciano
Published on: Sep 11, 2008
Topic:
Type: Short Stories

En sus ojos eran dos bueyes, y el arado detrás de los animales labraba la tierra fértil por toda la extensión del camino a casa. El sol de las tres le quemaba frente y espalda, haciéndole sudar a ríos. Ese es el trabajo, para los hombres el pan de cada día.

Tenía tres años y medio. Conocía ya todas las letras del abecedario, aunque una de ellas nunca la había logrado pronunciar. Algún día lo haría.

-¡Oo!, ¡ooo! ¡Plimavela!, ¡velano! ¡Vamos bueyes!

Avanzaba lentamente en un solo surco, tal vez el primero para arar todo el terreno. Allá atrás, desde el inicio de la subida, Yeyo lo miraba sin entender el juego del niño solitario. Todavía sentía en su cuerpo el peso de la noche. Subía despacio, luchando contra la pereza mientras observaba el avance lento del niño a mitad de la subida.

Los dos bueyes eran panzudos, de un marrón muy oscuro, a punto de confundirse con un color negro transparente. Tenían una estampa común, idénticamente colocada justo atravesando las ancas. BERMUDEZ. Aunque prefería no pronunciarlo, el niño podía leerlo sin mayor problema. Su padre le había ayudado en los primeros meses de lectura; luego sólo se aseguraba de no dejar a su alcance la Biblia ni los libros de catecismo ni unos que otros libros de cuentos con alto valor sentimental.

"Ají tití", decía en la portada del libro maestro. "José Jáquez", seguía leyendo el niño. "Papi, poi qué José Jáquez?"
"Porque él fue quien lo escribió"
"¿Quién?"
"Un hombre que se llama José Jáquez"
"¡Ah bueno!", asentía el niño. "¿Y dónde él vive?"
"En la capital"
"¿Y él tiene vacas?"
"Yo no sé, hijo".

El niño iba hincado, empujando los dos bueyes y dando cortos pasos simultáneamente. A su espalda oyó el caminar de alguien y miró súbitamente levantando los bueyes.

-Bendición, Tío Yeyo.
- Dios te bendiga, mi hijo- respondió el hombre, y sintió compasión al reparar en el sudor del niño.
-¿Quieres que te ayude con las botellas? - le preguntó.
-No, no -respondió el pequeño, con ojos altivos, trayendo los bueyes contra su pecho-. ¡Usted me las bebe!

Yeyo bajó la cabeza y siguió la subida sin mirar atrás. Necesitó llegar hasta la casa para dejar de sentir la mirada inocente del niño junto a su espalda.


Cristino Alberto Gómez
30 de marzo del 2008

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